Convirtiéndome en un Cardenal
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Cada pelotero de República Dominicana tiene su propia historia de cómo logró firmar…y, por supuesto, todos creen que su historia es la mejor.
No soy diferente.
Pues aunque he escuchado algunas muy buenas, siento que la mía estará entre las mejores. Involucra a Pedro Martínez, a Big Papi y a un shortstop flacucho que medía 1.52 y pesaba 54 kilos llamado Carlos.
Así es como sucedió…
Tenía 16 años y jugaba en la Academia Dominicana de Boston en El Toro. Había sido shortstop hasta entonces, así que, esa tarde, yo nada más me dirigí naturalmente hasta mi posición en el campo cuando comenzó el partido. Recuerdo que era un poco caótico, con muchas personas deambulando en el campo y jugadores yendo y viniendo. Nada diferente a otros días, de hecho.
Pero después de algunas entradas, sin esperarlo y de la nada, alguien gritó mi nombre.
“¡Carlos, Carlos!, sube a la lomita. Apúrate, ¡vamos!”
Así que, ¿ya sabes?, Yo sólo hice lo que me dijeron y apuré mi paso para llegar al caucho. Después, comencé a mover mi brazo derecho en grandes círculos para aflojarlo lo más rápido que podía. No tuve tiempo para hacer otra cosa más que eso. Fue solo un ¡ve, Ve, VE!
Cuando empecé a pichear estaba muy pero que muy nervioso; me esforzaba lo mejor que podía para concentrarme en el cátcher y mantenerme lo más tranquilo posible. Tiré una bola que estuvo O.K., y alguien dijo “92” lo suficientemente alto para que todos escucharan. Sólo el número, “92”, nada más. Después otro lanzamiento y … de nuevo “92”. Una vez más “92”.
No sé por qué razón, pero después del tercer 92, respiré profundo y miré detrás del backstop –justo detrás de la malla– y vi a este hombre realmente grande ahí, riendo y sonriendo.
Supe inmediatamente que era Papi.
Mi corazón literalmente saltó de mi pecho.
Miré más de cerca y pude notar que él estaba platicando con Pedro.
Cómo decirlo… ¿Estás de broma?
Papi es, bueno…Papi. Pedro había sido mi héroe desde que era un carajito. Cada quinto día durante la temporada de béisbol era básicamente el “Día de Pedro” ahí donde crecí yo, en Puerto Plata. Todos literalmente corríamos del instituto a la casa para hacer nuestras tareas y después vernos en este café que pasaba los partidos. Había como 50 niños ahí alrededor de la pantalla gritando y ovacionando, echando el pulmón por él.
Pedro era mi ídolo. Ellos dos lo eran. Así que ahora, por supuesto, estaba más nervioso.
Pero también estaba… ¿Cómo decirlo?… inspirado. Sólo de ver a esos dos, a esas leyendas… me hizo lanzar fuertísimo.
En el lanzamiento que hice después de verlos, el hombre con la pistola radar gritó “93”, y de ahí solo subió y subió. En la siguiente entrada, sólo después de tener tiempo de procesar que Pedro y Papi estaban viéndome pichear; así, de alguna forma, estaba por encima de los 90s.
Todavía me acuerdo del hombre gritando “96” … y de mí no creyendo lo que escuchaba.
Yo era shortstop. Era menudito, pero de alguna forma, ese día, enfrente de dos de mis ídolos del béisbol, encontré la forma de pisar la loma y lanzar una bola a 96 millas por hora.
Cuando el juego acabó, Pedro y Papi llegaron conmigo. Era irreal. Querían platicar, pero recuerdo que yo sólo escuché.
Puedo recordar la conversación, palabra por palabra, aún después de todos estos años.
Papi habló primero.
“Mi hermano”, me dijo, “Tú puedes ser el futuro Pedro Martínez”.
¿Qué? No es cierto.
Pero estaba Pedro justo al lado de él, asintiendo.
“Tú debes dejar de jugar como shortstop ya, te digo. Quédate como pícher y ponte a trabajar duro porque tus habilidades son excepcionales”. En ese momento, Pedro me jaló a un lado y me dijo “si tú te mantienes humilde y trabajas duro, puedes ser reconocido como pícher”.
Nunca olvidé ese consejo. Dejé de jugar como shortstop y, poco después de esa plática, firmé mi primer contrato de ligas mayores.
Pienso continuamente en ese día en el Toro pero, ¿sabes? La forma en que logré ganarme un lugar en San Luis, como pícher de los Cardenales, es de hecho más increíble que la historia de cómo firmé.
Vengo de un lugar conocido como El Avispero. Es uno de los lugares más pobres de República Dominicana.
Mi mamá murió cuando yo tenía ocho meses de edad y nunca conocí a mi padre, así que fue mi abuela quien me educó. Como yo digo, ella es mi “Mamá” o “Mami”, desde que yo me acuerdo.
Nuestra casa estaba hecha de blocs, y tenía solamente dos cuartos. Ahí estábamos mis hermanos, un tío, la esposa de otro tío mío, mi abuela y mi abuelo, todos apretados en esos dos cuartos. Éramos muy, pero que muy pobres; sólo comíamos una vez, a la hora de la comida. No teníamos para desayunar o para almorzar. Normalmente nuestra comida era yuca frita. A veces también comíamos arroz con espagueti o arroz con plátano.
Donde vivíamos era casi como un vecindario, en un callejón. Nuestra casa estaba bajo una colina. Había ahí una alcantarilla, por encima, donde la gente tiraba basura y cosas, entonces, cada vez que llovía la alcantarilla se desbordaba y toda el agua contaminada corría hacia nuestra pequeña casa. Todo se inundaba.
Era horrible. Y siempre era triste ver cómo la lluvia afectaba a la mami mía.
Eso me rompía el corazón.
Antes de que siquiera comenzara a llover, ella comenzaba a ir y venir en la casa recogiendo todo lo que estaba en el piso. Aun cuando sólo comenzaba a nublarse, ella ya había empezado a prepararse para la inundación, para los daños. Una y otra vez, ella hacía lo mismo.
A veces la lluvia no llegaba, y ella se pasaba el día moviendo y recogiendo cosas en la casa. Pero cuando sí llovía, yo la recuerdo … llorando. Ahí, paradita, desamparada y llorando mientras un riachuelo de agua sucia y contaminada inundaba nuestra casa.
Cuando la lluvia paraba, nosotros sentíamos un poco de alivio, pero todos sabíamos que era cuestión de tiempo para que eso volviera a pasar. Era una forma muy miserable de vivir, y cada día, de joven, yo pensaba sobre cómo y cuándo podría ayudar a la familia mía.
Yo oraba mucho en esos días. Pero no parecía ayudar. Me acuerdo que cuando era niño solía llorar muchísimo cada víspera de año nuevo. Para mí, esas fiestas eran un año más que pasaba donde yo no había podido ayudar a mi familia.
Todos en el pueblo donde crecí se la pasaban celebrando y bailando en las calles, abrazándose unos con otros, y yo me quedaba dentro, solo…llorando.
“Señor, ¿cuándo vas tú a ayudarme a mí?”, me decía en voz alta.
Así que yo sólo lloraba, lloraba y lloraba.
Pero nunca dejé de orar –nunca dejé de pedirle ayuda a Dios. Hice todo lo que podía para mantener algo de esperanza, y mi fe era siempre parte de todo lo que yo hacía. Era un pilar mío. Aunque yo jugaba béisbol desde que tenía cuatro años en un pequeño campo cerca de la casa mía y soñaba con algún día ser profesional en América, durante gran parte de mi vida antes del juego de exhibición en el Toro yo había considerado crecer y convertirme en…
Sacerdote.
Así es, ese era el plan. Yo iba a ser cura.
Primero, eso comenzó con un malentendido.
Hice mi primera comunión con un grupo de 100 niños, allá cuando tenía 12 años, y después de la misa el hombre que guió el servicio nos miró desde el altar y nos preguntó que quién de nosotros quería estudiar para convertirse en sacerdote.
Yo no levanté la mano, pero el mejor amigo mío, que estaba parado junto a mí, él sí levantó la mano.
Así que el sacerdote envió a alguien para anotar los nombres de las personas que habían alzado la mano y…mi mejor amigo me jugó una pasada.
“No fui yo”, dijo él, “Fue él que levantó la mano”.
Inmediatamente yo protesté.
“No. No fui yo. Yo no fui el que levantó la mano, para nada. Él está diciendo eso, pero no”.
Pero ahí mismo fue como que sentí … algo raro me sucedió.
Entre que sí o que no, este pensamiento surgió en mi cabeza, de la nada. Una sensación como de ¿Sabes qué?, ¿por qué no? Yo quiero probar eso.
La próxima cosa que pasó fue que me puse en camino para pasar un fin de semana en un retiro, pues yo era uno de los niños elegidos para mudarse de su casa al seminario en Monte Llano para que pudiera yo estudiar religión.
Ahí pasé los siguientes cuatro años de mi vida, estudiando y aprendiendo tanto como podía. Fue difícil estar lejos de mi familia, sin jugar béisbol, pero yo sabía que todo eso valdría la pena al final.
Entonces, cuando ya sólo me faltaba la última prueba para recibirme, ellos me dijeron que yo no podía continuar por algún problema con mi acta de nacimiento.
Yo estaba muy cerca de terminar. No pensaba que algo podría detenerme. Pero el director me llamó y me dijo que necesitaban pruebas de quién era yo. Y en ese momento, yo no tenía ninguna. Mi mamá nunca me registró, no registró mi nacimiento antes de morir, entonces un tío mío usaba un acta de uno de sus hijastros cuando alguien preguntaba por mis papeles. Cuando descubrieron en el seminario que yo no era yo, y que no tenía un acta de nacimiento válida, dijeron que yo no podía continuar.
Ese fue uno de los peores momentos de mi vida.
Yo me decía “No soy nadie”, y todos mis pensamientos eran tristes.
No tengo madre, no tengo padre. No tengo pruebas de que yo existo. No soy nadie. ¿Entonces qué hago aquí en este mundo?
Regresé a casa de mami. No tenía otra opción.
De regreso a casa, me puse a practicar y me volví mejor y mejor en el béisbol, pero las cosas y la situación no habían mejorado para mi familia.
Tuve diversos trabajos ocasionales, limpiando zapatos, lavando carros o en la construcción, pero yo sentía que era más que nada una carga para mi familia. Nunca nos alcanzaba, y yo no quería comer en casa porque sabía que lo que yo comía lo podían aprovechar mis abuelos o alguien más de la familia mía. Así que, cuando el manager de mi equipo nos ofreció la opción de vivir en un pequeño departamento que él tenía para los jugadores que vivían muy lejos, yo tomé una de las decisiones más difíciles de mi vida.
Empaqué todas mis cosas y me mudé a un departamento junto con siete u ocho jugadores más, para que mi familia tuviera más para comer.
Hice un compromiso conmigo: no regresaría a la casa de la mami mía hasta que yo estuviera firmado por un equipo de las ligas mayores y pudiera así ayudar a mi familia. Y lo cumplí. Cuando todos los demás muchachos que vivían ahí conmigo se fueron a ver a sus familias el 25 de diciembre, yo me quedé en el departamento, soñando en el día en que pudiera regresar a casa con dinero en mi bolsillo.
Era muy disciplinado. Seguí orándole a Dios. Fue pocos meses después que yo conocí a Papi y a Pedro cuando me firmaron los Medias Rojas.
Cuando por fin regresé a casa trayendo la gran noticia conmigo es algo que nunca olvidaré. Estaba demasiado contento.
Pero el bono por firmar no llegó. Yo estuve espere y espere, pero nunca llegó. Pasaron semanas y…nada. Entonces, un día, alguien del equipo vino y me dijo que mi contrato no era válido.
Todo por lo de mi acta de nacimiento.
Eso otra vez.
Y me dijeron que la MLB me iba a suspender por un año entero.
Era como si yo estuviera maldito –como si estos papeles de identidad que nunca tuve estuvieran ahí, presentes siempre, haciendo mi vida miserable.
Estaba demasiado triste por no poder jugar con el equipo de Pedro, pero yo me seguí diciendo que Dios tenía un plan para mí. Y seguí entrenando y mejorando aún después de recibir esas malas noticias. No me dejé quebrar. Pronto, yo estaba lanzando sobre los 90s sin problema alguno, y otros equipos empezaron a mostrar interés en mí.
Inclusive tuve que terminar haciendo pruebas de ADN para demostrar que mi mamá era en verdad la mamá mía – que yo era en verdad quien yo decía que era – y tomó muchísimo más de lo que yo hubiera querido salir de todo ese lío. Pero eventualmente todo se aclaró, y ahí fue donde los Cardenales aparecieron y cambiaron mi vida para siempre.
Yo no sabía muchas cosas sobre San Luis antes de firmar mi contrato con el equipo y convertirme en un miembro de la familia de los Cardenales.
Me da un poco de vergüenza admitirlo, pero yo lo que sabía solamente era sobre Albert Pujols y… bueno, eso era lo único que yo sabía sobre el equipo.
De los fans, sin embargo, yo había escuchado muchas cosas.
Cada persona con la que platicaba, si yo llegaba a mencionar San Luis, todos me decían lo mismo.
¡Son fans grandiosos!
Ahí aman el béisbol.
Esa gente tiene … pasión.
Por supuesto, ahora sé que todo lo que la gente me dijo en ese entonces es cierto. Desde el momento en que pisé la ciudad, las personas de San Luis me reconocieron. Siempre se detienen para saludarme, para desearme buena suerte. Eso siempre me hace sonreír todo el tiempo, me encanta hablar y bromear con los fans y pasar un buen rato con ellos.
Son parte del equipo, si me lo preguntas. Su entusiasmo es inigualable. Cada vez que subo a la loma, me acuerdo de lo afortunado que soy por jugar frente a los fans de los Cardenales.
De muchas maneras, ellos me hacen recordar mi hogar, porque cuando juego en San Luis siento yo como si estuviera jugando en República Dominicana. Tienen el mismo fuego y la misma pasión y amor por el béisbol que yo viví a diario como niño que creció en Dominicana.
Inclusive, algunas veces, cuando estoy ahí arriba, parado en la loma haciendo todo lo posible por ganar por esta ciudad, todo me viene de repente…y yo me acuerdo de mis raíces.
Cuando fuimos a la Serie Mundial en 2013 durante mi primer año en las grandes ligas y me enfrenté cara a cara contra Big Papi por primera vez, con todo el mundo viéndome en el segundo juego de la serie y con un corredor en primera base, eso, eso se sintió simplemente … increíble.
Estoy casi seguro que ahí yo dejé de respirar por algunos segundos.
Yo estaba asustado, cómo te digo, no sólo nervioso… en verdad asustado.
Pero lo irreal ahí fue que cuando estaba parado yo en la lomita, listo para pichearle, en ese momento pensé en lo que Pedro me había dicho años atrás cuando él y Papi me vieron pichear por primera vez.
“Recuerda siempre, tú eres el que tiene la bola, y tú tienes que demostrarle y dejarle claro eso al bateador y a quien sea, así sea tu hermanito, tu hijo, tu mamá, tu tío; sea quien sea al que tú te vayas a enfrentar, es un enemigo; tú tienes la bola y tú tienes que tener los cojones para decir yo voy para encima de ése, a mí no me importa quién sea ése, yo tengo que ganarle a ése. Para poder hacer un out, tú tienes que mantener la confianza.”
Así que, en ese momento, enfrentando a Papi en la Serie Mundial, yo sólo hice lo mejor para poder seguir el consejo que Pedro me dio. Y, con respeto y todo, yo me dije “Puede que tú me hayas visto como niño, pero estamos al mismo nivel ahora, y Yo tengo la pelota. Así que tú vas para abajo”.
Estuvo genial.
Hice todo como Pedro me dijo.
Después Papi…hizo un hit en el mismísimo primer lanzamiento que le hice.
Fue un infield hit, nada reventado, ni siquiera hubo carreras en esa entrada. Ahora, cuando miro hacia atrás, esa experiencia tiene todo el sentido del mundo. El hecho de decirme que iba a hacerle un strike no significaba que lo lograría así nomás.
Seguía siendo un muchacho en ese entonces. Y Papi era, bueno … Papi.
Esos dos hombres, las dos leyendas, Pedro y Papi han representado el mundo para mí en el transcurso de los años. Cuando irrumpí en las mayores, los dos me visitaron y me hablaron sobre cómo se acordaban de haberme visto pichear de niño esa tarde, en la academia. Estamos en contacto desde entonces.
Cuando no estamos en temporada, Pedro me invita a Miami, a pescar, y los dos nos pasamos el día hablando de béisbol.
Algunas veces me siento mal, porque normalmente nuestras pláticas son más bien yo haciendo pregunta tras pregunta sobre cosas como su preparación o sobre lo que él haría en equis situación que puede causarme problemas. Ese hombre… es tan bueno. Nunca se queja o me dice que pare. Él me tiene paciencia y me ayuda siempre que lo necesito.
Ellos dos son mucho más que sólo grandes jugadores de béisbol. Son personas maravillosas, y hacen todo lo que está en sus manos para ayudar a los demás. Eso es realmente una inspiración para mí.
Ahora, que tengo algunos años de carrera, y que he alcanzado un momento donde algunos jóvenes me buscan para que los guíe, yo siempre me acuerdo de lo grandiosos que fueron Papi y Pedro conmigo. Es así como yo quiero ser con los jugadores jóvenes en cada oportunidad que tengo. Cuando no estoy jugando, intento seguir sus pasos ayudando y dando a aquellos que lo necesitan. Con Tsunami Waves, mi fundación, yo he podido ayudar a cientos de niños con situaciones complicadas y a familias pobres, tanto en mi país como en San Luis. Nosotros proveemos comida, ropa y cuidados médicos de emergencia. Nuestro lema es: “Ayudar a los que más lo necesitan”. Cada día la fundación crece más y más.
Esos dos hombres abrieron el camino para mí, y ahora yo lo que hago es dar lo mejor para seguir su ejemplo.
Quiero decir, si alguien entiende la importancia de necesitar una mano amiga en el momento justo, soy yo.
Uno de los primeros pensamientos que me vino a la mente cuando descubrí que los Cardenales iban a firmarme, allá por el 2010, fue…
Ahora es el momento de comprarle una casa a mi Mami.
Después de que todo se hizo oficial, yo me acuerdo del momento en que le dije a ella que comenzara a buscar una casa nueva, y ella básicamente comenzó a buscar lugares que estuvieran en el mismo vecindario donde vivía, donde yo crecí.
El Avispero.
Eso era lo único que ella conocía. Así que tenía sentido.
Tú sabes…busca algo mejor. Encuentra un lugar que quizá tenga otro cuarto, uno que no se inunde cada que llueve mucho.
Pero yo no iba a dejar que las cosas fueran así. Ella se merecía tranquilidad –finalmente, después de años y años de luchas y preocupaciones.
Así que le encontré un lugar lindo lejos del vecindario, en un residencial, y la llevé un día sin que ella supiera, para sorprenderla.
“Mire Mami”, le dije, señalando la casa nueva. “Ésa es su casa. Ésa misma. Justo ahí”.
Ella comenzó a llorar.
Y después, claro, yo comencé a llorar también.
Fue hermoso.
Después que ella se mudó a la casa nueva, llegué un día y la encontré moviendo todo lo que ya estaba puesto. Como si estuviera cambiando todas las cosas a lugares raros.
No tenía ni idea de lo que estaba sucediendo.
Entonces lo supe.
Había comenzado a llover.
Mami estaba moviendo los muebles a lugares altos porque, bueno … ella estaba acostumbrada a eso.
Así como cuando comenzaba a nublarse… y quitas todas las cosas del piso para que el agua sucia no dañe cada una de tus pertenencias.
En ese momento, yo empecé a lagrimear.
Era simplemente triste que ella estuviera acostumbrada ya a siempre esperar lo peor de la vida.
“Pero mami”, dije, “Usted está aquí ahora. Aquí no se le mete el agua. El agua ya no la afectará aquí”.
Ella recordaba luego dónde estaba, y sonreía. Entonces respiraba profundo y se sentaba en el sillón y nos poníamos a platicar sobre cómo todo iba a ir mejor de ahora en adelante.
Yo le contaba sobre San Luis, sobre lo increíble y hermosa que era la gente ahí, de cómo yo iba a enorgullecerla en los años por venir.
Ella sólo me abrazaba y no paraba de sonreír.
Sí, los dos hemos estado sonriendo bastante desde entonces.