El Día Que Nuestras Vidas Se Separaron
Tener un hermano gemelo no es como tener cualquier otro hermano. Para la mayoría de los que tienen hermanos, uno siempre es o el mayor o el menor, y de algún modo debe llevar al otro. Estás en clases separadas en la escuela, lo que significa que tendrás otro grupo de amigos, distintas rutinas y tal. Pero cuando tienes un gemelo, es casi como si estuvieras viviendo la misma vida.
Sobre todo si ambos queréis convertirse en futbolistas profesionales.
Casi desde el momento en que Èric y yo nacimos, 27 años atrás, hemos estado juntos las 24 horas del día. Hemos comido en los mismos momentos, hemos ido a la misma escuela, la misma clase, con los mismos amigos… incluso dormíamos en la misma habitación, era muy pequeñita, de hecho tenía que ser una litera porque dos camas no cabían. En la habitación teníamos un póster de Frank y Ronald de Boer, que también eran gemelos y jugaban para el Barcelona. Éramos grandes aficionados del Barça, porque crecimos en Sant Jaume dels Domenys, un pueblo cercano a Barcelona.
¿Acaso podríamos ser como los hermanos De Boer?
Sabíamos que teníamos los genes, porque nuestro padre había jugado en la tercera división y es un enfermo del fútbol. Nosotros jugábamos en la calle, en nuestra habitación… ¡y hasta en nuestro balcón, que debía tener un metro cuadrado! Fue un tiempo lleno de felicidad.
Pero lamentablemente, no siempre puede ser tan idílico como suena.
¿Sabes esos gemelos que no sólo son iguales físicamente, pero también actúan igual? Bueno, con Èric no éramos así. Lo hemos hablado con nuestros padres, y aún nos preguntamos cómo dos hermanos que son criados de la misma forma, en el mismo lugar y en el mismo momento, pueden ser tan distintos.
Es algo extremo. Èric siempre fue el introvertido: tímido, contenido, reservado. Yo era más extrovertido. Él era el más inteligente de la escuela, un verdadero pensador. Y yo el que actuaba sin pensar, más astuto y alocado.
Quizás haya sido por estas diferencias, no lo sé… pero solíamos pelear bastante. Teníamos una relación de amor-odio. Había celos, porque cada uno tenía habilidades que el otro deseaba tener. En la superficie, parecía como una rivalidad saludable, porque los hermanos tienden a ser competitivos, ¿no? Pero por momentos, incluso temporadas, no era tan saludable, para nada.
Pero al mismo tiempo, era mi hermano. Lo amaba, y eso era lo que tornaba las cosas más complicadas. Quería vencerle, pero cuando lo hacía bien, también sentía que debía estar feliz. Y nuestras vidas eran tan parecidas, que cuando algo bueno le ocurría a él, casi siempre también me ocurría a mí. Por ejemplo, cuando teníamos ocho años, estuvimos dos semanas a prueba en el Espanyol, uno de los mejores fútbol base que hay en España… y nos eligieron a los dos entre muchos niños. Jugamos muchos partidos contra el Barça, y a los dos años nos ficharon a ambos.
Nuestras vidas cambiaron. Teníamos 10 años, no podíamos mudarnos a la gran ciudad por nuestra cuenta, así que el club nos enviaba un taxi para cubrir esos 75 kilómetros desde nuestro pueblo hasta Barcelona, un viaje que tomaba alrededor de más de una hora de ida y otras más de una hora de vuelta. Hacíamos nuestra tarea en el coche, después cogíamos las botas y nos íbamos corriendo al terreno de juego. Yo sentía que era el comienzo de esa aventura con la que siempre había soñado.
Pensaba: “Así es, de verdad seremos como los hermanos De Boer”.
Soñar era la parte sencilla, por supuesto. La presión en el Barça… hombre, es diferente a cualquier otro lugar. Tienes entrenadores que te observan como halcones, que se dan cuenta del más pequeño detalle. ¿Este chaval tiene el temperamento para llegar? ¿Cómo es su velocidad? ¿Domina el balón con su pierna más débil? Cada vez que cometías un error, casi podías sentir a los coordinadores y entrenadores tomando apuntes en su libreta.
“Marc regaló el balón. Lunes, entrenamiento vespertino, 18:13. Archívese en: “¡ERRORES IMPERDONABLES!”
Y esa ni siquiera es la parte más aterradora. Porque sabes que, aunque apenas estén un poco disgustados contigo, traerán a otro. Así es la academia del Barça. Cada niño del mundo quiere jugar allí. Veíamos a talentos llegar desde toda España hasta México, Israel, Brasil, Alemania, de donde fuera. Y uno entonces pensaba: “si no hago las cosas bien, el próximo año ellos estarán aquí y yo ya me habré ido a otro lado”.
Creéme, eso es presión. Especialmente cuando tienes 10 años de edad. No tienes la madurez para poder lidiar con eso. Estás viviendo la vida de un profesional experimentado, pero aún eres un niño. Y honestamente, no recuerdo haberlo disfrutado demasiado. Me encantaba cuando nos entrenábamos con el balón, o cuando podía jugar con mi hermano. Pero en el día a día, en las cosas rutinarias, compaginar el fútbol junto con los estudios y sacar buenas notas, se me hacía muy duro.
Que mi hermano estuviera allí todavía hacía las cosas más complejas. Nos entrenábamos juntos y jugábamos en el mismo equipo. Y a veces, yo podía estar satisfecho con el partido que había hecho, pero si él había estado en el banquillo, mis sentimientos se mezclaban. Quería que a los dos nos fuera bien. No sé si fue culpa de tener esta presión de jugar en el Barça, pero nuestra rivalidad creció y se hizo más sombría. Incluso a veces pensaba “¿Quizás mi hermano no me quiere?”
Era una cosa horrible pensar así de alguien que había pasado toda la vida junto a mí. Pero luego sucedió algo que me terminó de convencer de que era cierto. En ese último año, Èric había empezado a crecer mucho. Partes de su cuerpo no habían podido soportar el cambio y sufrió muchas lesiones. También se enamoró de una chica y, bueno, perdió un poco de su enfoque. Un día, a final de temporada el coordinador nos reunió a mis padres, a mi hermano y a mi y le dijeron a mi hermano: “Te marcharás el próximo año”.
Pero a mí me dejaban continuar.
¿Qué puedes hacer en momentos como ese? Por un lado, yo estaba tan feliz, continuaría jugando para el Barça. Pero después pensaba en Èric y en nosotros. Y me daba cuenta… Wow, es el final. Esto se termina.
En ese momento puntual, nuestras vidas se habían separado. Ya no íbamos a hacer la tarea en el taxi juntos. Tampoco íbamos a jugar juntos ni a entrenarnos juntos. No íbamos a transformarnos en los hermanos De Boer.
Era una sensación tan agridulce. Sentía como si me hubieran arrancado una parte de mí.
Nunca olvidaré ese viaje en coche de vuelta a casa. Mis padres conducían. La hora usual se pareció a un año. Nadie dijo nada. Su sueño se había hecho pedazos, pero el mío seguía vivo.
Pensé, Okey, ahora él definitivamente no me quiere.
Dos o tres años después, el Barça me invitó a vivir en La Masia. Ese es el nombre de la academia que estaba junto al estadio Camp Nou, donde los grandes talentos se dirigen para estudiar y entrenarse a tiempo completo. Muchas de las leyendas que surgieron del Barça pasaron por allí en algún momento, y para mí se trataba de un gran paso. Pero también significaba dejar mi casa, mi familia, mis amigos. Y dejar a mi hermano.
Nunca olvidaré el día que me fui. Imagínatelo: ya he preparado mis maletas, el coche me está esperando afuera. Estoy parado en el pasillo, echándole un último vistazo a la casa de mi niñez… y de pronto veo a Èric.
Y entonces pienso: Mierda, esto está ocurriendo de verdad… hemos pasado nuestras vidas juntos, y ahora me voy.
Y luego mi hermano… bueno, se echa a llorar.
A decir verdad, llora a moco tendido. Las lágrimas le caen por sobre la cara. Pero no lo entiendo. ¿Por qué llora si no me quiere?
Entonces mi madre me dice que Èric ha estado todo el día llorando, haciéndose la idea de que yo me iba. Y ahí es cuando entendí que éramos mucho más cercanos de lo que me había dado cuenta. Que en el fondo, nos amábamos. Éramos hermanos, por supuesto que nos amábamos.
Nuestra relación cambió desde entonces. Cada vez que lo veía, parecía diferente. Se había hecho más maduro, mucho más que cualquier chico de nuestra edad. Era como si hubiese aceptado que su sueño no estaba destinado a cumplirse. Y entonces, empezó a estar feliz por mí. Estaba así: “Sí, yo no pude hacer esto, pero mi hermano Marc, lo hizo. ¿Y sabes qué? Su éxito también es mi éxito”.
Y tenía razón: casi sin desearlo, él me había hecho mejor. Las cosas empezaron a ir realmente bien para mí y, en 2009, debuté en el primer equipo del Barça contra el Manchester City, en el Trofeo Joan Gamper, el amistoso que se juega todos los años en el Camp Nou. Pero lo grande para mí fue el debut en una competencia oficial. Tenía 19 años y estaba jugando contra el Atlético de Madrid en La Liga. Ese partido se sintió… bueno, digamos que fue más que un partido. A decir verdad, se sintió más que un título.
Porque los debuts son más personales, sabes. Y no era solo especial porque estaba compartiendo el vestidor con mis ídolos. No, también simbolizaba mi llegada a la parte más alta del mejor club del mundo. Había empezado en lo más bajo en el equipo de un pueblo de poco más de 1.000 habitantes, subiendo escalón por escalón en la base del Barça. Había pasado los exámenes, las críticas y la presión, año tras año tras año. Y ahora lo había logrado. Había llegado.
Cuando encontré a mis padres después del partido, mi mamá estaba llorando. Mi papá estaba tan feliz. Y mi hermano, te digo, era el tío más orgulloso del mundo.
Sentía que había hecho el debut a nombre de ellos. Y mi hermano sentía lo mismo.
Para la temporada 2013/14 había conseguido establecerme en el equipo titular, además de llegar a ser internacional con la selección absoluta de España. Pero luego, por el motivo que fuera, empecé a tener menos protagonismo. Y para el verano de 2016, me di cuenta de que si realmente quería seguir evolucionando y seguir siendo feliz, entonces probablemente debería marcharme, salir de mi zona de confort.
Es extraño, este momento tendría que haber sido horrible para mí, el hecho de dejar el equipo de mi infancia. ¿Pero sabes qué? Realmente estaba contento. Sabía que una nueva aventura empezaba en el Borussia Dortmund. Y sabía que le había dado todo al club. Y había podido disfrutar de ser uno más y poder celebrar muchos títulos con el Barça.
Mi año en el Dortmund tuvo de todo. Estuve a un gran nivel, evolucionando y creciendo como jugador, el equipo llegó a los cuartos de finales de la Champions League contra el Mónaco. Pero camino al estadio en el partido de ida, en Dortmund, tres bombas estallaron junto al autobús. Por suerte, sólo una persona resultó herida. Y esa persona resulté ser yo. Uno de los trozos de metralla que llevaban los explosivos traspasó la ventana del bus y fue directa a mi muñeca derecha. Tuve que ser llevado de urgencia al hospital para operarme ya que el impacto de la metralla me hizo añicos el hueso.
Lo increíble para mi fue que en apenas un mes después, estaba jugando de nuevo en el Westfalenstadion enfrente de 80.000 personas. Gritaban mi nombre, porque sabían lo que me había tocado vivir. Y para colmo, marcamos un gol de penalti sobre la hora, ganamos el partido y logramos la clasificación directa a la Champions League. Después del partido… no podía parar de llorar. Fue una mezcla de muchos sentimientos. Satisfacción, superación, alegría… volvía a hacer lo que más amaba después de superar el shock y las pesadillas de lo vivido.
Y al final eso no resultó ser lo más destacado de la temporada, porque apenas una semana después, jugué la final de la Copa de Alemania. El Dortmund no ganaba un trofeo importante desde hacía cinco años, así que fue algo grande. Cuando vencimos al Eintracht Frankfurt 2-1, los aficionados enloquecieron de alegría.
En cuanto a mí, me di cuenta de que había estado directo desde el hospital hasta el podio en sólo seis semanas. Fue el regreso de mi vida.
Cuando levanté el trofeo, lo hice con tanto orgullo que pensé que iba a explotar de emoción.
Ahora, cada día, pienso en la gente que me quiere, qué afortunado que soy por tenerlos, cuánto me han ayudado cuando estuve en recuperación. También, orgulloso de la familia que hemos formado junto con mi mujer, me siento un privilegiado de tenerla como compañera de viaje y de las dos hijas tan preciosas que tenemos. También valoro muchísimo el haber podido jugar para el Barça, el Dortmund y ahora en el Real Betis, el club al que llegué en enero y que me hacen sentir un privilegiado por todo el cariño que me dan cada día.
Lo valoro todo mucho más, no solamente porque se podría haber acabado todo, sino también porque sé qué tan rápido el sueño que estoy viviendo, por la razón que sea, puede desaparecer.
Como le sucedió a mi hermano.
Por suerte, Èric ahora está viviendo otro sueño. Es el coordinador de fútbol base ahí en nuestro pueblo de un proyecto que conecta a futbolistas de distintos pueblos. Y lo adora. Vive para enseñarles a esos niños sobre táctica, técnica, y también sobre la vida y los valores.
Nuestra relación ya no es tan compleja. No hay rivalidad, sólo admiración mutua. Nos respetamos mutuamente y nos apoyamos mutuamente.
Y nos amamos. Somos hermanos. Mi mejor amigo.